Cuentan fiables fuentes históricas que Catón el Viejo, célebre escritor, político y militar romano, siempre cerraba sus discursos en el Senado con una frase con la que advertía a todos de que la gran amenaza para el Imperio era Cartago, entonces una rica y poderosa ciudad del norte de África que se estaba recuperando sorprendentemente tras su derrota en las guerras púnicas.
Sin necesidad de entrar a debatir ahora el formato de la célebre frase ni cuántas veces fue pronunciada, Carthago delenda est es, cuanto menos, el diagnóstico preciso de alguien que, acertado o no, tenía las ideas claras y las defendía en un ejercicio de responsabilidad y honestidad apabullantes. En el lado opuesto, Publio Cornelio Escipión, el senador más influyente y némesis de Catón, más maquiavélico que el primero a juicio de quien escribe, apostaba por mantener una enemistad latente con los cartagineses para, de paso, mantener con este argumento cohesionado al pueblo romano. Dos posturas enfrentadas, pero los mismos asuntos sobre la mesa: una preocupación, un enemigo, una solución.
El PP de Orihuela siempre ha funcionado como Escipión. Antes y ahora. Como si fuéramos cartagineses estratégicamente señalados, ponen a los grupos de la oposición como enemigos y les atribuyen sin la más mínima vergüenza la responsabilidad de todos sus males. Como si fueran unas pobres víctimas de haber tenido que subir más que nadie la tasa de las basuras; como si prepararle a Dámaso Aparicio un sueldazo de cien mil euros y preparar otro similar para el que antes era tesorero de la asociación de los Moros y Cristianos fuera un caso de urgencia nacional; como si tuviéramos que estar de acuerdo con darle más dinero a la asociación de celíacos que dirige uno de sus asesores por el simple hecho de estar ungido por la gracia divina… Porque reconozco que para eso, para repartir perras y honores entre amigos, compañeros de fila, mujeres, “sobrinos de” y otros adláteres, ahí sí son los mejores. Repartirse el pastel, con gluten o sin gluten, pero repartírselo. Esa es la única preocupación, por eso las soluciones no llegan.
Plauto, en el siglo III a.C., y Thomas Hobbes, en el siglo XVII, comparten derechos de autor de aquello de que “homo homini lupus”. La putrefacta historia reciente y el suicida presente de nuestra ciudad confirman, sin duda, que es el ser humano el mayor de los peligros de cualquier otro ser humano. Si en las disputas entre romanos y cartagineses todos sabían quién era quién, la paradoja oriolana es que aquí los que mandan y los que acechan son los mismos. ¡Funesta esquizofrenia!
Tras casi cuarenta años de sucesivos gobiernos populares con dos breves paréntesis que suman escasamente un quinquenio, parece razonable atribuir a los que más han gobernado las bondades de Orihuela, pero también sus miserias. Es por ello un acto de justicia atribuirles a Vegara y a todos los que le precedieron la culpa de un casco histórico muerto, de unas instalaciones deportivas que nos abochornan, de unos colegios mal mantenidos, de unas calles sucias, de una costa con males congénitos sin soluciones a la vista y de unas desafectas pedanías abandonadas al albur de que alguno de sus vecinos consiguiera mandar un poco en el ayuntamiento para llevarse inversiones a su pueblo. Hablemos, si quieren, de los parques, de industria, de la universidad, del comercio y del simpático y perenne silencio de la asociación de comerciantes en esta legislatura, de derechos sociales, de la cultura, del transporte, de las zonas verdes, de las basuras… O añadan mentalmente cualquiera que se les ocurra, comprobarán entonces que aquí en esta bendita ciudad el aullido del lobo humano eriza la piel de manera sobrecogedora.
Con un dolor machadiano, ha llegado el momento de decir la verdad: Orihuela tiene lo que se merece. Cada vez son más las voces que pronuncian palabras de hartazgo, de desesperación –colectivos vecinales de todos los rincones, la Cámara de Comercio…-, pero sigue siendo insuficiente. Demasiada autocomplacencia, demasiados estómagos complacidos, pero muy poca valentía y menos responsabilidad para dar la oportunidad real de gobernar a quienes con todo nuestro derecho no postulamos como alternativa. En ese extraño empeño que decíamos antes por extinguirnos como especie, acentuado perversamente en Orihuela, el tradicional votante popular oriolano, que critica cuatro años pero se autolesiona cuando se coloca frente a la urna, no es más que un agotado onanista nonagenario derrotado cruelmente por la implacable fuerza de la gravedad o por el paso del tiempo -que para el caso viene a ser lo mismo-, que busca sin solución el placer frente al espejo recreándose en la decrepitud de sus arrugas. Así lo siento y así lo escribo, porque que lleven años diciendo que la ciudad está hecha un desastre y ver que siguen votando a los mismos de siempre, me merece menos respeto que ese anciano imaginario.
Si el Africano –el Escipión de antes, para que lo entiendan algunos miembros del gobierno- fuera alcalde de Orihuela, haría un alarde de gatopardismo vendiendo humo con reformas que no son tales para embaucar a la gente, engordando sutilmente, por detrás, cada una de sus ETT y alimentando el discurso de que los malos son los que discrepan; Catón empezaría de cero. Expeditivo él, consciente de que Vegara y sus compañeros de farándula, devenidos en una especie de pseudonobleza repugnante a golpe de analgésico talonario, son, al mismo tiempo, dos por uno, romanos y cartagineses, los que mandan y el peligro, haría una hoguera en la noche de San Juan en el ayuntamiento de Orihuela hasta acabar con todo para volver al punto de partida. Yo, de Catón: Oriola delenda est.